¿Quién se va
sino el año
encorvado de dobleces
con sus viejos pies a rastro
su barba sucia
embarrada
y pestilente
como papel higiénico
en un cesto
de servicio
público?
Quedamos nosotros:
perplejos
y llenos de esperanza
para el que viene
—que lo hará,
estoy seguro
escupiéndonos la cara
con su físico joven
de mozo grosero
y empedernido
en los juegos de azar—
y así
atestiguaremos
un ciclo más
y lo veremos crecer
y procrearse
en doce hijos desiguales
pero exactos
llamados
por orden de juventudes
de enero a diciembre
pasando
por febrero
con uno
o dos
cromosomas
de menos...
Y nuevamente
se irá el viejo
arrastrando
su pene
descomunal y vencido
como el despojo
inútil
de un veterano
lisiado en la guerra
sin más ilusión
que una copa
vacía de ayeres
y una tumba
con sólo un número
sin retorno
en la inscripción
lapidaria
de un almanaque
tirado al fuego.