domingo, 27 de septiembre de 2009

Nana del recuerdo

A mi madre, sola.


Para mirarte a los ojos

tendría que tragarme el mar

con toda su sal

y limpiar la añoranza

de mis manos

con la arena solitaria

de playas crepusculares

y ocultas

bajo la piel asfixiada

del cielo.


Tendría que hacerle el amor

al tiempo

y jugar con la


muerte,

y bailar con la vida,

y vestirme en un traje

de esqueléticas flores

olvidadas por el viento

y el rocío

que escapó

corriente abajo.


Tendría que amarte en silencio,

en medio de un campo

de amarillentas magnolias

azotadas por relámpagos

de púrpura y azaleas,

besando tus pies

de primaria dureza

mineral,

y entonces,

del vacío de tu vientre

vería nacer el sollozo

en distancias asonantes

a la sombra

de dos

soledades.




El maestro



Se levanta todos los días. La misma hora. La ventana grande que da al patio umbroso. Agua del pozo oscuro. Clara y fría.


Café con leche perfumado de ubres. El sol se derrite de albas en temprana lejanía. Camino gris de polvaredas rebeldes. La escuela es un abecé en el horizonte.


— ¡Buenos días, maestro!


— ¡Maestro! ¡Maestro!


Sonríen los lápices. Los libros regalan páginas amarillas que vuelan, posándose en las caras cobrizas y morenas; en las narices anchas como alas de mariposas respirando la mañana que despierta olores nuevos.


Metido en tu cuarto, a menudo, buscas la respuesta que no registran las enciclopedias ni las piedras que se vengan de tus pies cuando andas el camino diario. El croar cavernoso de las ranas te colma de espanto y las arañas tejen mortajas en sus rincones, no sabes para quién.


— ¡Maestro, mire: traje una mariposa de veras; mire!


Romance de pizarra y tiza en este remedo de aula con paredes de palma y piso de tierra húmeda que sabe de trópicas furias.


— Maestro, le traje una flor; una flor silvestre que recogí en el camino... Es linda, ¿no cree?


Suben y bajan las manos, batiendo momentáneos huracanes de números y signos ajenos, buscando el premio: la caricia del 'tiche' en el polvo de los cabellos revueltos.


Tantas caras resumidas en una. Tantas manos de cinco dedos.


Tu voz domina el calor denso y trae pirámides y torres distantes cuyo férreo encaje rasca la sarna de otros cielos enfermos; y templos ocultos donde la vida y la muerte son una sucesión infinita de irreversibles cosmogonías siderales. Tu voz. Evocando fechas. Deshojando la rosa y desgajando sus vientos de náuticos misterios. Trazando griegos perfiles de Ulises y Prometeos. Entonando marsellesas de altivos gorros frigios. Pincelando cimas de Tíbets y paisajes andinos que ponen los ojos en blanco de tan alto que es el asombro; y caen, abiertas, las bocas, temerosas de masticar toda esa magia de siglos decesos que les sirves en libros de páginas ancianas faltas de vista – tan antiguas que casi se olvidan de contar sus historias-.


— ¡Una vez más, maestro! ¡Una vez más, cuente!


Y repites, como otros días, después de las lecciones; entregado a los ruegos expectantes de Césares y Colones y Mío Cids eternos que imploran sentados o en cuclillas ahoyadoras de suelo; señalando caminos redescubiertos en callosidades de letras que huyen a la castidad del entendimiento.


— Maestro cuando sea grande voy a ser como usted y voy a viajar por todo el mundo con un libro pegado a los ojos.


Quince más tres más uno... ¿Cuánto es?


Trabajan los dedos duros.


— ¡Diecinueve, maestro! ¡Sólo me sobró el meñique del pie derecho! ¡Diecinueve!


(Minúsculo mundo de victorias que crecen).


Estás lejos de todo. Todo cuanto pudo pertenecerte. Ahogado en el verde asfixiante. Atrapado en las tolvaneras que escapan despavoridas el castigo de las tormentas. Aquí. En tu aula que se da al viento como al agua y donde en las noches, por alguna hendija, se asoma a rascabuchar una estrella.


— Maestro, ¿está triste? Tiene los ojos como cielo nublado. ¿Piensa en su tierra? ¿La extraña? ¿Es cierto que hay edificios que tocan las nubes y flores de seda que nunca se mueren?


— ¡Sí, maestro, cuéntenos de su tierra! Háblenos de cómo mandaron un cohete a la luna y del zoológico que no tiene jaulas ni cercas!


Cada mañana. La avidez de las manos. El hambre de las cabezas. La tierra y el cielo prometidos en los ojos cuya adolescencia no sabe mentir; la geografía de una pregunta constante e inquieta surcando el relieve de esos rostros ayer indiferentes; vencida desconfianza tras desconfianza al enjugar el llanto de los dedos torpes que no saben leer o pierden la línea de trazo.


Y te vas, nuevamente, cabalgando tus propios pensamientos. Al aula aquélla de paredes blancas y piso de cuarteado granito. A tu hora de almuerzo aburrida que a menudo despeñabas con un bostezo; rodeado de profesoras rubias que en conversación ausente se quejan de automóviles rotos a mitad de trayecto, de hijos desaplicados, de la indisciplina que ha cobrado en sus aulas algún diente; del salario insuficiente; de la última dieta; de los nervios tensos; del trabajo excesivo...


— Maestro, ¿por qué dejó su tierra, tan linda y fan fácil, para venirse acá?


Callas.


Tus dedos blancos y pelados por la alergia se hunden en la greña que trae huellas del camino.


Abres un libro, humedeciendo horizontes:


— Hoy vamos a hablar del amor.







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Mi foto
La Habana, Cuba, Los Ángeles, Estados Unidos
Nacido en La Habana, Cuba, el 3 de diciembre de 1960. Emigra a Estados Unidos en 1980, a través del éxodo masivo de Mariel. Ganador de numerosos concursos de poesía, literatura y ensayo en Cuba y Estados Unidos. Publica su primer poemario, "Insomnia" en 1988, con gran acogida por parte de la crítica especializada y el público. Considerado por críticos y expertos como uno de los poetas fundamentales y representativos de la llamada Generación del Mariel junto a Reinaldo Arenas, Jesús J. Barquet, Rafael Bordao, Roberto Valero y otros.