Se arrastra con creciente dificultad. Cada irregularidad del terreno, cada sinuosidad es un insulto que desgarra su cuerpo. El sol y su escala centígrada no perdonan. Había dejado atrás todo en busca de algún lugar donde morar más cerca del agua, evaporada de su memoria cada vez más confusa y alucinada. El calor no podía ya medirse por las horas y su declinación aparente en el cielo radiante y pesado como una plomada azul —sin límites— contra el horizonte. Creyó distinguir el brillo serpenteante del agua sobre la arena, pero a pesar de la insolación y de la fiebre interior que la incineraban, supo que asistía a la burla cruel del desierto incendiado. El instinto conminaba a seguir adelante, pero la experiencia y su cuerpo maltrecho dieron la espalda al llamado de milenios comprimidos bajo los estratos de esta planicie que como un mar de dunas se encrespaba ahora para engullirla, para envolverla, para reclamarla como parte de su dominio de sílica, ventisca y silencio. Se acurrucó lo mejor que pudo sobre sí misma y se abandonó al calor abrasante y al castigo de la tolvanera. Sus párpados transparentes fueron testigos de la oscuridad creciente y sus músculos se crisparon con la sensación de un frío repentino, tercamente sádico y terminal. Nunca fue más inútil la muerte de un ofidio. A varios metros reptaba el agua como un espejismo en el turbio flagelo de la tormenta.
EL VIEJO Y EL NIÑO (VIVIR SIN MIEDO, 11)
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A veces, cuando me miro al espejo, veo al viejo en el que me estoy
convirtiendo, pero también veo al niño que fui, al que sigo siendo.
06/02/2024 ...
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