miércoles, 28 de septiembre de 2011

Tercer milenio

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En el tercer aniversario de tu partida, madre.

Contribuyo al mar con lágrimas

y a la brisa, con frescor de llanto...


Lame el sol mi tristeza

y se extiende sobre el horizonte

un abanico de airado silencio.


Colecta el tiempo esqueléticas algas

y crustáceos hechos polvo

contra el nácar del recuerdo.


Sobre la playa de tu ausencia

muerden las olas los dientes de la rabia

contenida en burbujas de espacios muertos

y cuencos de paciencia y sílica.


Te extraño, pero estás conmigo:

somos un mismo espejismo

sublimándose sobre la arena...



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domingo, 11 de septiembre de 2011

Elvira, las niñas y el Minotauro: ‘Laberinto Carnal’, de Elvira Daudet


Llego llegando a Elvira Daudet.

Me adentro en su mundo. Me inserto en su pathos, en su neurosis; en el singular mapamundi de su naturaleza toda. En la anatomía de su sueño y el anverso de su más letal pesadilla. Transgredo los umbrales de su genio. Transito el camino de luces de la leyenda y la senda de espejos fragmentados que pavimenta el empañado camino de la memoria.

No es fácil. Se corre el riesgo de cortarse los pies; de quedar amputado, como un verso trágico; como una idea que no pudo, por coja, echar a andar y remontar los torbellinos de la imaginación y el entendimiento.

Entablar el diálogo desde adentro no es lo difícil, sino escuchar el propio eco que en devanada sombra se yergue erigiéndose en brazo de mar y muro que separa, y al unísono, tiende puentes sobre la hemorragia de las ilusiones y de los tiempos que yacen coagulados a los pies de las historias individuales y de la Historia misma: la Historia de los hombres y de las mujeres y sus fechas, sus efemérides y sus mitos inventados, y la Historia de las utopías en su consagración alquímica como contenedores y vehículos materiales del más grande e irrealizable mito histórico: el mito de la perfección como meta humana y crisol donde alcanzar la redención y el derecho a tener acceso a la azarosa vaguedad y divinidad de lo eterno.

¿Quién es esta mujer, que desde su interior tiene la paz inerte de una catedral grandiosa y tejida de vitrales celestes y es, a su vez —y sin asomo alguno de probable, siquiera plausible paradoja—, orgánico himno de protesta y tenue humedad de reciente, repetido, condensado llanto revelado en nubecillas de acusatorio, delineado perfil y decantada, luminosa, fresquísima recompensa de lluvia vivificadora y preñada de fértiles, seminales, maternales generosidades?

… “Yo no te vi crecer al aire libre
como creen alegres otros niños,
sino bajo la tierra, donde esperas
paciente como el lirio que malogró la helada,
a que llegue tu madre desatenta.
Perdóname, amor mío, la tardanza.”

(Espuma de un sueño, Laberinto Carnal, página 19)

Lloro mientras transcribo fragmentos de este poema visceral y doloroso, cuya amargura se trueca en amoroso soliloquio de la madre hacia la hija muerta que amamanta desde entonces la tierra con sus pechos de raíces y su leche oscura de quitinosos esqueletos de coleópteros y mórbidas, obesas lombrices como ninfas del subsuelo. No es posible no detenerse a llorar, no sentirnos humanos y extrañamente divinos con la lectura de este poema que se deshace en cariños como un panal de ternuras sobre la diminuta y trascendental huella que deja esta niña, como “el lirio que malogró la helada”, en el seno materno que aún la reclama, la recuerda, la revive haciéndola para nosotros todo cuanto no pudo ser, porque le da rostro y volumen; corporeidad y alas para que revolotee en nuestras mentes y ya se quede a habitar en nuestras almas, como una ninfa del recuerdo arrebatada a la muerte misma…

Me pregunto, también, si de alguna forma, esta niña es también esa otra niña que fue y es Elvira Daudet; la niña que creció comiendo el pan ensalivado que le daba su madre como único alimento accesible en los días grises y bochornosos de una España fratricida y sonámbula que hacía remedos y aspavientos de trasnochado nacionalismo y mohína virtud en el marco de una Europa cada vez más enrarecida y alejada de Dios y más cercana a los cruentos, inmorales y laberínticos abismos de la II Guerra Mundial. Y es que hay niña por doquier en la vida y la obra de Elvirita Daudet. Niñas que se elevan, remontándose en la memoria y niñas que caen como frutos malogrados al pavimento. Niñas muertas que duelen y niñas muertas que en su rigidez, acusan.

“… De plomo fue la que quebró sus alas,
cayó desde las altas nubes, como Ícaro,
sobre los adoquines de la calle.
Todos los que pasaban pudieron ver su cuerpo,
roto como un sueño;
si muerta no quedó, lo parecía.”

(Niña azul, Laberinto Carnal, página 15)

Y estas niñas (¿esta niña? ¿esta Elvira?) crecen entonces de un tirón para hacerse, de todas las cosas, mujeres. Mujeres: frescas y ardientes; encabritadas y dóciles; seminiñas y ancianas atadas siempre al trapo menstrual con que las atan y maltratan los hombres:

“… Penélopes dolientes, ocupadas
en destejer la trama misteriosa
que destruyó al muchacho enamorado.
Los hombres las desprecian, las golpean;
como animales mansos, ellas gimen bajito
y se dejan llevar al matadero.
Las matan a diario; son tan sólo mujeres.”

(Mujeres, Laberinto Carnal, página 27)

Habla entonces, de entre todas las mujeres-niñas, la esposa, la amante ansiosa y enamorada que espera a su hombre, a su marido, al padre de tantos sueños (padre porque es él quien los engendra en la fértil y amantísima ilusión de esta beldad que utiliza “la plancha igual que un tiralíneas “se perfuma sus cabellos, sin olvidar el horno…”:

“ … Todo en orden me siento en la penumbra
espiando los ruidos del la noche
con las orejas tensas de la liebre,
y las manos inmóviles cruzadas.
¡Ven, ven pronto, amor mío!,
reza mi corazón alborotado.
Sobre el pulso el reloj marca su ritmo
ajeno a mi impaciencia. Cada hora
cortada en pedacitos, como piel de naranja
en las manos de un niño que se aburre
en una interminable sobremesa.”
…………………………………………………………

¿Se aburre esta mujer en una espera “interminable” de “sobremesa” repetida en nostalgias de la memoria en que habita? ¿Se aburre de esperar, cortando “en pedacitos, como la piel de naranja”, los fragmentos de una vida en sueños que nunca fue, porque las ensoñaciones nacían sólo de materna, unigenital simiente, sin padre dispuesto a responsabilizarse y reclamarlas como suyas?

“… ¿A quién espero yo si tú no existes?”

(La esposa, Laberinto Carnal, página 30)

Aflora, en seguida, la madre, la progenitora que le inspira este poema tan denso, resignado y agridulce como las alucinantes visiones de una pesadilla empotrada en los devaneos de la morfina, o de una mente extraviada en los confines de lo discutiblemente racional:

“… ¿Te diste cuenta, madre, del expolio
o el implacable Dios te dio un brebaje
para dormirte y usurpar tu reino?
…………………………………………………………

(Hacía cosas raras, Laberinto Carnal, página 32)

E irrumpe esperada, anticipadamente esa otra madre, esa otra mujer, esa otra niña-novia violentada y hecha meretriz en el lupanar de ‘la fe’ que es la España fascista: bicéfala, con dos corazones: uno negro, de piedra mineral y dura, que machaca los otros; otro rojo, sangrante, que se desgasta en rojos hilillos dejando sendas de gloria, desolación, vergüenza y muerte por todos los senderos de la península enlutada, hecha cárcel de auroras y sórdido bastión de la abyección y el oprobio:

“… Era aún muy pequeña y ya llevaba
en el cabás la herencia de Pandora:
en mis ojos de niña se hacinaban,
fundidos con los hierros de las rejas,
espectros cenicientos de un horrendo retablo,
con un rostro común, indivisible.
La muerte floreciendo como un hongo escarlata
en el cuerpo dislocado de un joven
—fusilado al lado de la luz del cementerio—,
con la vida aún reciente en la mirada atónita,
y un reguero de hormigas optimistas
intentando arrastrarlo al hormiguero.
…………………………………………………………

(Herencia de Pandora, Laberinto Carnal, página 34)

Sacude. Sacude y da náusea este poema. Escalofríos de irracionalidad por todo el cuerpo. ¡Tanta crueldad malsana y tanta sangre indebida a los ojos tiernos de una criatura! Terrible belleza en la palabra de la niña-poeta que narra, que siente y describe el miedo, el abuso, la arbitrariedad, el asesinato, la muerte… Jirón en el alma y en la memoria inamovible. Por eso te entiendo. ¡Por eso eres llama visceral contra todo amago de oscurantismo fanático o desencuentro posible!

Y otro jirón, pero este desde adentro de ella misma, desde su centro y por voluntad propia e impulsada por la honestidad y el orgullo de su amor materno por el hijo “con rosas en los pies” (parafraseo) que logró reconstruir, a sus ojos, las derruidas torres de una “casta orgullosa y pobre” (parafraseo de nuevo) para izar sobre ellas la bandera de un nuevo sueño, de una nueva visión, de un nuevo mundo echando cimientos sobre ese otro mundo de pétrea, ennegrecida, corrupta y puteada moral en andrajos:

“… El hombre más leal y más entero, a quien debo la escasa felicidad
que me otorgó el destino…”
…………………………………………………………

(Álvaro, Laberinto Carnal, página 37)

Tiene Elvira la lírica facultad de llegarnos hasta lo más recóndito del sentimiento, desde el dolor ajeno, siempre con ecos de inocencia irreparablemente dañada por la indiferencia y las trampas de una sociedad cuya desvencijada moral Mult.-rasero justifica o se vuelve de espaldas ante actos de enconado belicismo tan disímiles como idénticos:

“… Quieta bajos las perlas de la lluvia
—que sangra entre las rosas de tus manos—
nos imploras la muerte como una limosna,
mientras se desmorona la belleza de arcilla
de tu esqueleto niño, maltratado.”

(Vendedora de rosas, Laberinto Carnal, página 39)

“… El huracán de muerte galopa desbocado
por la impaciente y yerta primavera,
y la estridencia de sus cascos rompe
la candorosa bóveda celeste
Una luz pavorosa rasga la tierna aurora
como el velo nupcial de la esperanza,
con cometas de ardientes cabelleras,
y relucen los negros colmillos de las bombas.
El cielo se desploma como un ninot en llamas
Y arde en la tierra enloquecido, inmenso,
devorando mezquitas, viviendas, hospitales;
la sangre de la tierra —negro limo,
causa la tragedia—.”
…………………………………………………………

(Bagdad, Laberinto Carnal, página 41)

Se desnuda, esplendorosa y eróticamente intachable, la niña-diosa-mujer, incinerada en ardores, lúbricas necesidades, chasquidos de labio contra labio y humedades que se evaporan, como el rocío en una mañana cálida, desde los susurros sensuales de este poema:

“… Quema mi piel otra piel que me busca
con ansia, estremecida
como una flor el sol de la mañana,
y navegamos, juntos como peces.
¡Ah!, un solo corazón galopa sangre arriba
en un río de lava que se crece,
hasta fundirse en la sustancia ardiente.”
…………………………………………………………

(Sustancia ardiente, Laberinto Carnal, página 43)

Y un reverente-irreverente homenaje (¿ironía atestiguada de una vivencia de juventudes? ¿divertimento elegantísimo y a quemarropa inspirado en alguna trayectoria [des]conocida?) a la poesía y al poeta que aparente y religiosamente la ejercita, desde los cráteres de lo arcano, de lo cuasi-divino y misterioso, y desde las vastas, áridas planicies de lo transitorio-convencional añorado; de lo mundanal; de lo ridículo; de lo efímero:

“… Los poetas, como santos en trance de extinción
corren de mano en mano, dentro de su capilla,
visitando el lugar de las beatas
para obtener las preces que les salven el rango,
el premio de prestigio —aún no conseguido
porque estaba Caín en el jurado—,
la dulzura de entrar en la Academia,
ser inmortal, vencer a las cenizas.”
…………………………………………………………

(El príncipe poeta, Laberinto Carnal, página 45)

Se torna íntima, entonces, con una intimidad de nítidas desnudeces que rebasa la intimidad de recuerdo y llanto, hasta ahora ofrecida:

A mi abuela Agustina, que al final
de su vida me confesó: ‘No me quiero
morir; nunca fui tan feliz como ahora’.”
…………………………………………………………

(Dedicatoria en Ahora, no, Laberinto Carnal, página 48)

Y de esta intimidad sin ambages ni ropajes superfluos, el quebrado, inmoral, surreal y cansino espectro de lo cotidiano que paraliza y embota, dilatando arterias en agudísima observación de quien desde adentro y desde el recuerdo, protesta :

“… De las fábricas de talentos salen
a presión como el humo por los tubos de escape,
los becarios —una licenciatura, tres idiomas, dos masters—
mano de obra barata, sin derechos, fácil de reponer si se rebelan,
pero quia, son corderos. Conscientes de la suerte de ser elegidos
entre cientos de miles, se entregan al trabajo con febril entusiasmo,
regalan a la empresa sus sueños y su vida.
¡Ay, juventud llevada sin un grito al límite del hombre, pueblo mío
cuya lengua no entiendo, que ya no entonas himnos
de insumisión ni corres a cambiar el corazón podrido de la historia!

(Todo es aire, Laberinto Carnal, página 51)

Se nos entrega volátil, ya al final, sublimada en esencias, en laberinto viviente de dulces, despojadas; pretéritas carnalidades; acorralada por la duda y en abierto y disparejo duelo con el tiempo:

“… Las noches son de escarcha sin su abrazo
—dormimos hace tiempo en camas separadas—.
Y recelosa me ha dado por pensar
si será que la vida se me escapa.”

(Sospecha, Laberinto Carnal, página 50)

Y desafía y se flagela, arañado con doble filo de uñas y dientes, más que de cuchillo:

Escribo con cuchillo —escondido en el puño,
en la inocente lengua, en la sesera—,
hurgando sin piedad en mis entrañas,
como el preso que graba, con la sangre
de sus venas abiertas como juncos,
su obsesión en los muros de la celda,
palabras deformadas que me explican.”
…………………………………………………………

(Versos de doble filo, Laberinto Carnal, página 55)

¿Quién es esta mujer? —pregunto de nuevo— más que retóricamente, con afán de contestarme a mí mismo: una mujer que es niña, que es novia, que es esposa, que es amante y madre, soñadora, inquieta e idealista. Una mujer que con su pasado en la valija de piel de su propio cuerpo, clama por justicia social y justicia propia, desde el silencio de sus noches de ensueños y escarcha. Una mujer que por carnal ha sido diosa y por diosa, divinidad de rescoldos que fueron, antaño, hogueras.

Quedan aún fuego y temple en esta niña-mujer que se apasiona y se queja; que llora y que se nos revela en memorias y vivencias, como en una máquina del tiempo cuyas fuerzas motrices son la poesía y su propia energía de musa soñadora, todavía enamorada y en espera de lo posible.

A mí me llega cercana, nítida, cálidamente; con la rabia mordiéndole los talones y la esperanza doblada como un lazo de fiesta en el arca que es su pecho, como esperando ocasión, oportunidad, motivo para celebración y júbilo venideros. Me llega también salvaje y repetidamente ultrajada; maltratada por el devenir de la vida que le tocó enfrentar y ante la cual ha sabido hacerse valer sin apelar a más que a su esfuerzo, su irrefutable talento literario y el acervo moral e intelectual que la avalan; por los hombres, sus promesas y sus grandes mentiras; por las circunstancias; por las ilusiones; por la Historia…

Y qué puedes, niña Elvira
—carnal a tientas,
en dédalos por ti escarbados—
contra el ciego poder de La Bestia:
insomne Minotauro
de tiempo consumado…

(‘Elvira, las niñas y el Minotauro’, inspirado por su libro ‘Laberinto carnal’)

Los Ángeles, 6 de septiembre de 2011

(Mereces mucho más, y mejor, pero esto es lo que me ha salido.)

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martes, 6 de septiembre de 2011

Pseudohaiku del desierto insomne

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Haiku de arenas

desgrana de noche su

melancolía...



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viernes, 2 de septiembre de 2011

Brevísimo nocturno a destiempo


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Desde el silencio
se eleva en suspiros
el vaho de pretéritas
arqueologadas memorias
(disperso en estornudos
el tísico tiempo:
pulmones viciados
de tóxico recuerdo...)

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Mi foto
La Habana, Cuba, Los Ángeles, Estados Unidos
Nacido en La Habana, Cuba, el 3 de diciembre de 1960. Emigra a Estados Unidos en 1980, a través del éxodo masivo de Mariel. Ganador de numerosos concursos de poesía, literatura y ensayo en Cuba y Estados Unidos. Publica su primer poemario, "Insomnia" en 1988, con gran acogida por parte de la crítica especializada y el público. Considerado por críticos y expertos como uno de los poetas fundamentales y representativos de la llamada Generación del Mariel junto a Reinaldo Arenas, Jesús J. Barquet, Rafael Bordao, Roberto Valero y otros.