Aspiro a ser cardinal como aquellas tendederas
que hacen remolinos en su entorno sin acordarse de él
—ni transitándolo, siquiera—.
Cardinal hasta no sospechar
de qué punto
incierto y arruinado
procede el croquis de mi genoma.
Quiero ser de los páramos de Gales
de otra isla y no de aquélla que me muerde
y me rumia en el estómago
como una giardia entregada a la perenne orgía
de los paramecios
sin curación, ni radiografía ni erradicación posible
a lo Aedes Aegypti.
Seré entonces feliz acróbata
sucinta puta relegada a las masturbaciones
con que eyacula soberbia y repetidamente
el lupanar de la Historia
hecha ramera de los vencedores
—inequívocos multimillonarios dueños
del escroto del tiempo—...
Seré balsa en el sueño de los tiburones
mientras mi cuerpo de ánfora se hunde
tocando a las derruidas puertas de Atlantis
asido a las púbicas crines de caballos tan hermosos
como el pene del último hombre
que derramó su elixir sobre la tierra calcinada
mitigando su sed última sin vocablo ni alivio
suspendida como estaba de sus cuerdas vocales
como red sobre el abismo
de todas las astucias.
Ahogado entonces seré isla.
Isla irsuta de cocoteros y manglares meciéndose paradisíacos
en la ingle
cañaverales de acre, perfumada palidez en las axilas
cafetos en los montes deforestados y aquilinos de mis cejas
musgo rasgado de salitre
despeñándose
desde el acantilado de mi frente
hasta el foso donde una vez
tuvo la lengua
su trono de palabras.