martes, 10 de noviembre de 2009

Los quince de Finita

Finita vive con sus padres en un pequeño apartamento de Hialeah. Vinieron de Cuba cuando lo de Camarioca. Su padre tenía una tintorería en El Cerro, hasta que a Fidel se le metió entre nariz y barba intervenir los negocios de los pequeños propietarios cubanos. Ricardo nunca entendió aquéllo... Que quieran expropiarle los ingenios a los americanos, decía, era una cosa; que nacionalicen la Compañía de Teléfonos y los bancos privados, era justo; que acabaran con las dinastías de los grandes latifundios diseminados por Las Villas, Camagüey, y Oriente, era razonable; que trajeran a los rusos para levantar la economía e industrializar al país, era beneficioso; pero eso de que le quitaran el negocito que por años se había esforzado en consolidar y que le daba el sustento a su familia de tres...; ¡eso era demasiado bandolerismo para una sola revolución!

Dejaron la Isla cuando Finita tenía tres años, y a medida que crecía la niña, crecía en la conversación de los padres con las amistades el valor y la proporción de lo perdido a la rapacidad del comunismo. Cuando la adolescente cumplió doce años, el déficit imaginario de lo poseído en el pasado se remontaba a doscientos mil pesos en el banco convertible a moneda norteamericana (proveniente de las ganancias que una cadena de lavanderías en los cinco mejores repartos de La Habana podían dejar), una mansión en El Vedado, una “casita” de veraneo en Boca Ciega con yate anclado al fondo, dos Cadillacs descapotables que ellos apodaban “cola de pato”, y un parentesco cada vez más cercano con un senador prominente desde los tiempos de Machado. Fina no dejaba de quejarse de su suerte, al tiempo que bendecía la hora de haber salido de aquel infierno donde se lo habían quitado todo, hasta el derecho a tener su peluquero privado. Trabajaba ahora en una fábrica de ropa interior para damas, cosiendo encajes e hilvanando perlitas sobre las orlas de las copas de los ajustadores que según ella de nada servirían a las americanas, tan planchadas de busto y escasas de fuego.

Ricardo era gerente nocturno de un grupo de conserjes, en su mayoría cubanos recién llegados, y negros del país. Diariamente se le oía rezongar, en medio de la madrugada, cuando a la cateada de su inspección no escapaban los grisáceos bulticos del chicle pegado al reverso de las tapas de las mesas de los dibujantes y a las mullidas alfombras en las suites de los funcionarios:

— ¡Caballero, qué cosa más grande: mira que son cochinos estos americanos!

Finita parecía ausente a todo sucesoque no fuera la rememoración de la fiesta de sus quince años. Dos semanas habían transcurrido, y aún recordaba vívidamente los recortes de la Crónica Social del domingo. “Hermosa y juvenil” la llamaban, "junto al distinguido matrimonio" que formaban sus padres, "conocida pareja cubana en el ámbito social miamense" agregaba el cronista.

Celebraban asimismo el trazo complicado de sus quince diferentes vestidos, todos creación exclusiva de Paolo, el modisto predilecto de las estrellas en Puerto Rico. No podía diluir de su mente los salones lujosos del Yacht Country Club de Miami, exhuberantes de follaje acentuado con exóticas flores importadas de Maui; ni olvidaba su entrada sobre un elefante adornado con motivos egipcios, precedido éste del desfile de catorce parejas coreografiadas (cada una con su pony trotón de por medio, danzando al capricho metrogoldwinmayeresco de los pasos diseñados por Riveyro (con ‘y’ griega ahora, como correspondía a las exigencias del comercio). Sonreía al revivir la envidia que aquella noche sintieron sus amigas, aquéllas que de veras la querían, y que pasearon luego junto a ella en la limusina blanca, superstretch, bordeando Biscayne Bay, y las principales avenidas de Downtown Miami. Cómo olvidar el comentario de boca en boca:

— ¡Coñó; ahora sí que tiraron la casa por la ventana!

Finita aparcó y descendió de su automóvil, un Pinto de segunda mano del año 69. Apoyó contra su pecho los libros del curso nocturno. Sus manos olían a los víveres que vendía en el supermercado. Entró a la salita oscura. Su madre reposaba en la habitación contigua. Sin hacer ruido avanzó, colgando en un perchero de alambre la ropa del uniforme. En refajo ligero volvió a la sala. Acomodó las sábanas y la almohada sobre el sofá descolorido, conocedor de mejores verdes. Bostezó y se quitó las sandalias.

Se acostó a dormir.






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Mi foto
La Habana, Cuba, Los Ángeles, Estados Unidos
Nacido en La Habana, Cuba, el 3 de diciembre de 1960. Emigra a Estados Unidos en 1980, a través del éxodo masivo de Mariel. Ganador de numerosos concursos de poesía, literatura y ensayo en Cuba y Estados Unidos. Publica su primer poemario, "Insomnia" en 1988, con gran acogida por parte de la crítica especializada y el público. Considerado por críticos y expertos como uno de los poetas fundamentales y representativos de la llamada Generación del Mariel junto a Reinaldo Arenas, Jesús J. Barquet, Rafael Bordao, Roberto Valero y otros.