martes, 23 de noviembre de 2010

Relato de una ficción europea (I)

De Diálogos con el éter



Sucedió en Colonia, Alemania, el 3 de enero de 1887.


Karl Von Fustenberg se sentó a leer en su amplio despacho. La baronesa se había retirado a sus aposentos, pálida, llevando consigo el azulado presagio de sus ojeras, cada día más acentuadas.


Podía el barón oír nítidamente desde su butaca de cuero la tos cavernosa de su mujer al subir la elipse de la escalera. Era el sonido de su pecho vencido por repetidos ahogos.


Relajó los hombros al comprobar que el eco se alejaba, ascendiendo hasta estrellarse en las molduras del estuco y en las macizas vigas del techo.


Unos minutos más, y se abría acostado, auxiliada por Helga, la camarera holandesa que la servía desde la niñez por más de treinta años. y tosería, abortando el sonido en el borde de la frazada perfumada con esencias de rosas importadas desde Francia; el rojo leonado de su cabellera como una mancha sanguínea gravitando la hilada albura de los vuelos de encaje que adornaban la funda.


Sabía él que estaba cerca el final. No le hacían bien los inviernos de Alemania a la baronesa, nacida Marguerite d'Artagne, marquesa de Sauvignon; hija rumorada de la antigua marquesa de Sauvignon y un condestable británico y educada en un convento de las Hermanas de Lourdes en el Congo Belga. Había crecido jugando con las niñas nativas y, el mismo tiempo que se persignaba ante la noción de la barbarie, aprendía de sus artes religiosas, resumidas en cuentas de colores y amuletos de barro, madera y paja.


No conoció París hasta que tuvo diecisiete años, cuando acudió a recibir el frío adiós de su madre moribunda, que la dejaba perpleja al mismo tiempo que cargada de deudas y abierta al acoso implacable de los acreedores.


Luego de saldar las deudas con la venta de lo que le restaba en propiedades y de quedar con algunas piezas de joyería salvadas al ojo catador de los usureros, Marguerite, entró al servicio personal de la Duquesa de Saint-Étienne, con plaza de secretaria personal y dama de compañía. Helga se mantuvo fiel a su lado, como una perra ciega, sonrojándose las pardas pecas de su cuello a cada insulto inferido por la duquesa en la persona de su joven ama.


No sabe el barón si le molesta más este silencio que el toser de la infeliz que a veces lo corta, haciendo trizas las reflexiones que van, una a una, cayendo sobre las páginas abiertas como manchones de tinta que le impiden la lectura.


La vio por primera vez en un baile de máscaras, blanca y suave a pesar de su infancia africana, cuatro pasos detrás de la duquesa; atenta y resignada como una flor que al adornar se marchita, destilando fragancias.


Viudo y millonario por voluntad del caucho, se atrevió a desearla.


Marguerite d'Artagne von Fustenberg partió de París una mañana, la mujer más rica de toda Europa, rumbo a Colonia, en un vagón privado con paredes de raso, a encerrarse con el viejo barón en su palacio donde resplandecían más de setenta panoplias inglesas.


De frío y de asco se enfermó. Del olor a pastel de riñones y de la vista de la grasa en los cocidos alemanes; del aliento alcohólico del viejo marido que por las noches humedecía sus pechos retraídos, recorriéndola y haciéndola doler con malsano deseo y enfermiza lujuria.


Dos años después del matrimonio se aquietaron los fuegos. La contemplaba a la hora de la cena como se observa un objeto muy querido, con extraña ternura. Dejó de visitar sus habitaciones y no lo hacía sino para obsequiarle alguna alhaja o para preocuparse por su salud cuando las fiebres la postraban.


Leia mucho el barón, ahora, y en su rostro aún hermoso había una expresión indefinible que se prolongaba hasta el ralo nacimiento de azafrán ya desvaído de sus cabellos. Su estancia en el convento de las Hermanas de Lourdes, durante un viaje de cacería por tierras de África habían hecho de él otro hombre.


Aguzó el oído. Adivinó más que supo el instante final desbocado en el golpe seco de la última tos. Por debajo de las tapas del libro emergió el cañón ciego, mirándole indiferente como el ojo vaciado de un mendigo.


Sus reflexiones se tiñeron de rojo y negro.


Karl von Fustenberg murió al instante, minutos después de que su esposa vomitara en un coágulo el balance menguado que le quedaba de vida. Treinta años antes había sido conocido como Charles W. Whitman, condestable destituido de la Marina británica.






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Mi foto
La Habana, Cuba, Los Ángeles, Estados Unidos
Nacido en La Habana, Cuba, el 3 de diciembre de 1960. Emigra a Estados Unidos en 1980, a través del éxodo masivo de Mariel. Ganador de numerosos concursos de poesía, literatura y ensayo en Cuba y Estados Unidos. Publica su primer poemario, "Insomnia" en 1988, con gran acogida por parte de la crítica especializada y el público. Considerado por críticos y expertos como uno de los poetas fundamentales y representativos de la llamada Generación del Mariel junto a Reinaldo Arenas, Jesús J. Barquet, Rafael Bordao, Roberto Valero y otros.