Se arrodilló como en otras ocasiones. Esta vez ante el altar tallado en oro de fina orfebrería. La imagen, serena e impasible, parecía mirarlo fijamente desde la cruz, flanqueada por ángeles, querubines y santos de reposada e inerte expresión.
Había acudido a este lugar desde la infancia, de manos de su abuela y luego, de su tía. El catecismo. La primera comunión. Las confesiones con los labios temblorosos y secos pegados a la rejilla. Llenar la pila de agua bendita con el agua de lluvia que se colectaba en un tanque viejo, oxidado y lleno de gusarapos que debía tamizar haciendo pasar el agua por un paño de lienzo o un pedazo de gasa amarillenta. Su asistencia en los oficios de misa. Los rosarios. Padrenuestros. Avemarías. La cara. La sonrisa. La mano acariciando la mejilla o tras la nuca. El hirsutismo que provocaba cosquillas y ganas de estornudar. El sabor insípido, ligeramente salobre que le producía náuseas y lo hacía pensar en puré de gusarapos machacados...
Pidió perdón y preguntó a la efigie si entraría alguna vez al paraíso. El silencio era, demagógicamente, cómplice de su angustia. Un halo intenso lo iluminó todo, súbitamente. El viento, desde el tejado amortajado de grises, ensayaba de pronto una nota lúgubre en los tubos del órgano. Revolotearon con sonido de papel las palomas del campanario. Percibió, más nítidamente que nunca, el vertiginoso aroma de los lirios y las azucenas que desde los nichos de mármol, parecían titilar al influjo de alguna extraña alucinación o influencia.
Sintió el toque leve sobre el hombro. Se volvió. Anticipaba melena radiante y túnica con pies descalzos.
— Está usted detenido. Sírvase de acompañarnos, por favor.
La luz del reflector se hizo más cruda. Los flashes de la cámara forense no dejaban de hacer guiños fugaces en la semipenumbra casi fantasmal de la nave que ahora se le antojaba extrañamente redimida.
El cura yacía desnudo sobre el colchón de su propia sangre.
(Dedicado a todas las víctimas de abuso sexual sacerdotal)