Saboreaba en el aliento del coñac la gravedad que pesaba sobre su decisión.
Ella aguardaba adormecida al otro lado del corredor, en la asepsia del pequeño salón perfumado de alcohol y vahos de éter.
Hizo traquear las falanges vellosas entrelazando las manos que recorrieron luego el cansancio tenso de sus facciones abrillantadas. Echó hacia atrás la cabeza, reposando la nuca sobre el borde del respaldo de cuero negro. Relajó los hombros sacudiendo los brazos. Quiso de la misma forma sustraerse al paralelismo enervante de su pensamiento. Fingió dormir para su propio sosiego.
El toque quedo de la enfermera a la puerta lo instó a erguirse.
Se incorporó y salió al pasillo. En el vestidor lo aguardaba la mujer de blanco con la bata de lienzo estéril desdoblada entre las manos. Inclinado ante el lavabo dejó escapar la última duda. La vio alejarse en la oscuridad del caño, arrastrada por el agua esculpida de burbujas. Se secó los brazos y se dio vuelta. Sintió sobre la psoriasis de los codos la mordida leve de la tela áspera. Ella anudó a su espalda, cinta con cinta. Luego, el gorro, oprimiendo el cabello escaso y la máscara, flanqueando cada oreja en agudo triángulo de vértice prolongado tras la nuca. Los guantes vistieron el ligero temblor de sus manos.
Traspuso la puerta de acceso al quirófano. La luz despiadada desgarró sus ojos. Sobre la mesa de operaciones ella era pasto del mismo resplandor enfermizo, pálida y ajada sin el concurso de Max Factor.
Traqueó de nuevo sus falanges. El caucho de los guantes prestó al sonido la cualidad de una fractura breve y sorda. Con una mirada indicó a la enfermera la prontitud del evento. Ella asintió, anegada en el vaho de su propia respiración tras la máscara.
Pidió el bisturí y ejecutó el primer corte sobre el trazo del dibujo que delineaban el párpado y su exceso de piel. Un hilillo rojo seguía la trayectoria del escalpelo. Separó luego la dermis de la fascia. El apósito enjugó la sangre en manos de la enfermera con la avidez de un organismo vivo mortalmente contagiado de porfiria.
Cortó finalmente el hilo de la primera sutura. Solicitó de nuevo el bisturí, blandiéndolo como el perfil medialunado de una cimitarra una y otra vez sobre la monstruosidad de aquel rostro cuya inflamación y amoratada sanguinolencia iban en aumento...
Seis meses después se anunciaba al mundo en guerra el retiro de la pantalla de La Divina Greta.