La muerte del más simple ser viviente es una tragedia, no importa lo absurda o inútil que parezca su existencia a nuestros ojos; máxime, cuando esa muerte fue de mano propia en un acto irreflexivo de inexplicable e imperdonable crueldad. Esto sucedió en mi temprana juventud, pero juro que veo en sueños el pez diminuto y feo y lloro desolado por la crueldad de mi acción. Dios y el pez me perdonen algún día. Mi arrepentimiento y mi dolor son sinceros...
Crimen
impune
que me acosa
en la alucinante
evanescencia
de los sueños:
el pez
que por solo
y feo
me molestaba
nada en mis noches
como un líquido
espectro
mirándome
a los ojos
con los suyos
glaucos y tristes
preguntando
por qué aborté
en aguas
de vórtice
sin remedio
su compañía
drenada
en el sanitario
que fue
su tumba.