Había oído hablar a los dos hombres y los había visto intercambiar dinero, mientras él la miraba con esos ojos llenos de admiración y codicia que había descubierto ya en otros rostros. No le parecía mal tipo: alto, robusto, con manos grandes de dedos gruesos y callosos. Pero la aterraba la idea de estar a su merced y de sentirse responsable de proporcionarle el placer que él anticipaba y de seguro, demandaría. Se sentía pequeña e inexperta, apenas venida al mundo como para que le colgasen una obligación tan enorme y ultrajantemente pesada.
El aire. El aire acondicionado y su helado soplar la tenían ya en un estado de entumecimiento. De pronto todo se oscureció. El auto se había detenido. Él, que hasta ese momento se había mantenido absorto en la conducción del vehículo ahora de nuevo la miraba y le sonreía con ojos brillantes, hasta que finalmente, la tomó delicada pero firmemente y la sacó del auto en medio de la oscuridad. Sintió que se iba a desmayar entre sus manos con el vaivén que provocaban la certeza de sus pasos. La luz acarició nuevamente su dermis. Percibió olores, humedad, calidez y voces. Verdor, mucho verdor. Trinos. Brisa. Agua. Rojos. Naranjas. Azules. El vértigo la hizo desear que todo terminara allí mismo. Unos niños gritaban y ahora se acercaban con ojos tan brillantes como los de él, observándola con curiosa alegría. Él la sostuvo brevemente en el aire y luego la colgó de una de las ramas intermedias de un árbol mediano.
—Aquí tienen la planta que les prometí. Ahora tienen ustedes la responsabilidad de cuidarla para que siempre tenga flores y nos deleite con su perfume.
El suave frescor del agua prodigada ahogó el último vestigio de un temor cada vez más lejano y a las claras, falto de fundamento. Decidió tranquilizarse y dedicarse a florecer.