Le llaman depresión
pero es tristeza:
una tristeza
que pesa
mastodóntica
y profunda
como el más
recóndito
y denso
lugar
del planteta.
Llega umbría
y nos toca el alma:
todo entonces
se licúa
en diluvio interior
socavando
sostenes
y horadando
los cimientos
que colapsan
en el terremoto
interior
que sacude
lo visceral
de la esencia
con tsunámica,
hiperbólica,
maremótica potencia...
Contribuye la lluvia
con su rostro
inexpresivo
y constante
deslizándose
sobre el vidrio de la ventana
como un espectro
atomizado
en culebrillas
de líquida presencia
que amenaza
empañando
los ojos
y dejando en la retina
una memoria
de laxo
insostenible
vacuo
deseo de parar
el tiempo
y con él
la secuencia
en celuloide
de nuestras vidas
carentes de sabor
y autocinetismo.
Hoy me siento
triste
—sin deseos
de combatir
con la tristeza—.
Tal vez
porque esa imagen
consternada en el espejo
es un familiar cercano y no yo
ahora que prescindo
de sonrisas
y recursos auxiliares
para paliar
la creciente flaccidez
que amaga con despeñarse
desnudando
el narcisismo
del ego hecho trizas
en algún estercolero
de los años
que ya se fueron
sin apenas despedirse.
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