Se arrodilló como en otras ocasiones. Esta vez ante el altar tallado en oro de fina orfebrería. La imagen, serena e impasible, parecía mirarlo fijamente desde la cruz, flanqueada por ángeles, querubines y santos de reposada e inerte expresión.
Había acudido a este lugar desde la infancia, de manos de su abuela y luego, de su tía. El catecismo. La primera comunión. Las confesiones con los labios temblorosos y secos pegados a la rejilla. Llenar la pila de agua bendita con el agua de lluvia que se colectaba en un tanque viejo, oxidado y lleno de gusarapos que debía tamizar haciendo pasar el agua por un paño de lienzo o un pedazo de gasa amarillenta. Su asistencia en los oficios de misa. Los rosarios. Padrenuestros. Avemarías. La cara. La sonrisa. La mano acariciando la mejilla o tras la nuca. El hirsutismo que provocaba cosquillas y ganas de estornudar. El sabor insípido, ligeramente salobre que le producía náuseas y lo hacía pensar en puré de gusarapos machacados...
Pidió perdón y preguntó a la efigie si entraría alguna vez al paraíso. El silencio era, demagógicamente, cómplice de su angustia. Un halo intenso lo iluminó todo, súbitamente. El viento, desde el tejado amortajado de grises, ensayaba de pronto una nota lúgubre en los tubos del órgano. Revolotearon con sonido de papel las palomas del campanario. Percibió, más nítidamente que nunca, el vertiginoso aroma de los lirios y las azucenas que desde los nichos de mármol, parecían titilar al influjo de alguna extraña alucinación o influencia.
Sintió el toque leve sobre el hombro. Se volvió. Anticipaba melena radiante y túnica con pies descalzos.
— Está usted detenido. Sírvase de acompañarnos, por favor.
La luz del reflector se hizo más cruda. Los flashes de la cámara forense no dejaban de hacer guiños fugaces en la semipenumbra casi fantasmal de la nave que ahora se le antojaba extrañamente redimida.
El cura yacía desnudo sobre el colchón de su propia sangre.
(Dedicado a todas las víctimas de abuso sexual sacerdotal)
3 comentarios:
3 COMENTARIOS / COMMENTS:
José Antonio Fernández said...
Vaya, lo que aparentaba un simple acto de fe, queda convertido en una película de terror.
Muy buen quiebro final.
Un saludo.
May 31, 2010 4:21 AM
Sofia said...
¡Estupendo Pedro! Al principio me sentí muy identificada en mis largas horas de capilla cuando era pequeña.
Muchísimas gracias por tu poema para Jorge y tu comentario y mail tan cariñoso.
Te esperamos siempre en el blog de Jorge con todo el cariño y la admiración
Un abrazo
May 31, 2010 1:50 PM
Clara Schoenborn said...
Excelente relato mi querido Pedro. Yo lo interpretaría más allá y diría que en el fondo todos queremos asesinar los preceptos que nos encarcelan dentro de una doctrina que presupone al hombre malo y en permanente actitud de culpabilidad y arrepentimiento. No somos malos, somos buenos, esplendorosos, brillantes, ilimitados, generosos, lástima que tanta doctrina nos obligue a ser solamente una limosna de lo que somos capaces. Un abrazo grande amigo.
May 31, 2010 5:23 PM
Eres un artista, Pedro querido. Gran poeta, gran narrador...
He recordado vívidamente mi infancia en un colegio de monjas y, en concreto, una confesión con un "cura" que no abusó físicamente de mí, pero sí de mi inocencia y de mi ingenuidad.
Un gran relato !!!
P.S. Es cierto eso de los corales caribeños ;)
Lo relatas realmente bien, al detalle, curiosa y misteriosa entrada. un fuerte abrazo
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