Brotó
roja
la sangre.
Roja
como el fuego
o la ira.
Roja
como la bandera
de los pobres útiles
y los idealistas
finiseculares,
desterrados
de todo recurso;
desertados
de toda esperanza.
Imperio herido y desangrado
por la hoz y contra el martillo
como este dedo
donde siento
cada latido perfecto
y el amago
de un desvanecimiento
efímero
pero prolongado
como afable agonía
minúscula
de tenue vacío.
Pobres comunistas.
Pobre dedo.
Terminó la comparsa
de bolcheviques,
guerrilleros,
generales
y barbudos
en kinescópica letanía
de encadenados
y maratónicos discursos
– sapientísima,
antigua demagogia o herejía –
a pleno sol
o al empape impertérrito
de impúdicos aguaceros
lamiendo
los genitales
de húmedas redondeces
pegadas a la ropa.
Fui parte del sueño aquél
y por él
lloro.
Rojo sueño de vigores,
de hombros recios de trabajo
y olorosos
a sudor de hombre,
de futuro al alcance
de una masa expectante
de manos extendidas
que fueron luego
cercenadas
por hachas
de azoica represión,
barbado dogmatismo
e intransigente
arcoirismo
tricolor.
Cuánto
me ha hecho pensar
el rojo adolorido
de este dedo
abierto
casi en dos
como el cisma
que a tantos separa
de un lado y otro lado
de la herida.
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