hay una luna extraña
que los poetas no ven;
una luna
con astas de toro,
como traída de España:
negra luna de aspavientos
y lágrimas secas
que pende lánguida
y se baña en las aguas
de un Sena difícil.
El Louvre
no conoce
esta luna extranjera
que en las madrugadas
baja
a cabalgar
en las fuentes de Versalles,
galopando sobre las aguas
con la siniestra sombra
de un espectro vital.
Los hombres
que venden y beben vino
y las coristas anónimas
la miran pasar
en la forma
de una prostituta
y los ministros
y los embajadores
y los turistas de los Campos Elíseos
la creen
una exótica celebridad
de cabellos opacos.
Étienne la conoce.
La saluda cada alba
con sus manitas
manchadas
de tinta de Le Monde;
cada mañana
en un romance nuevo
que huele a cieno
y naranjos en flor.
Van los dos
atravesando
los arcos
y las plazas convulsas
mientras París lanza un bostezo
de gente que anda al Métro
y a las compras de cada día.
Los pintores se levantan
y los huelguistas van
al escándalo inmemorial,
y cuando los aviones
vomitan turistas
sobre los museos
y las avenidas
la luna de Étienne
les tiende
una guía de la ciudad.
No hay
una sola flor de lis
en todo Paris
y los escudos
y las fachadas ancestrales
se deshacen
en la ignominia
de los borrachos insomnes.
Al apurarse la noche,
se despiden.
Ella va a hacer
su función absurda
que los pintores no dibujan
que los poetas no ven
que los falsos gitanos
no cantan.
La luna de Étienne.
El alba llega
y con ella
la nada.
La cita rota
aborta
la última terneza.
Las manos de Étienne,
sus manos,
vacías.
Su luna ha muerto
ahogada
en un eclipse
de indiferencia
y olvido.
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