Evocar la obra de Federico García Lorca es señalar uno de los períodos más vigorosos, prolíficos y universales de la literatura española peninsular, sobre todo en cuanto a poesía se refiere. Hoy, con la venia de sus antólogos y de sus críticos, quiero conversar sobre Lorca, que no deja de ser poeta para ser dramaturgo de la más fina calidad.
Federico García Lorca más que un fenómeno literario es una necesidad histórica de la España de principios del siglo XX. El poeta, junto a otros del período, regala a la literatura española e iberoamericana el don de la universalidad (por años —hasta el momento— perdido en las áridas planicies de Castilla o los verdes espacios abiertos de la América hispanohablante fraccionada en imberbes, beligerantes repúblicas de inciertos rumbos; en la chispa estereotipada y fácil del costumbrismo finisecular y de principios de la centuria y en las aldeas y los viñedos de una u otra región de la Iberia hispana, marginada, desplazada y dejada atrás por las revoluciones industriales-burguesas de Inglaterra, Francia y Alemania, la revolución bolchevique de doctrina marxista-leninista de 1917 en Rusia, la pérdida de los últimos vestigios —Cuba, Puerto Rico, Filipinas— del imperio colonial en América y Asia y el avasallador ascenso de Estados Unidos como gran potencia regional y mundial). Esta universalidad, sin embargo, no renuncia a la fibra ni a la esencia más íntimas y genuinas del carácter nacional español. Tampoco da la espalda al momento definitoriamente histórico que vive España de convulsión moral, parálisis social y caos político.
Lorca es la reconciliación de España con su pasado, su presente y su porvenir. En un mundo literario debatido entre los estertores modernistas de la pauta rubendariana y la loca pujanza de otros ismos —todos bajo la tutela francesa del avant garde— Lorca es hijo renovador y pródigo del parto rejuvenecedor y doloroso de una España exhausta por el convencionalismo anquilosado de las formas literarias existentes, la franchutería enajenante y el falso costumbrismo de los estereotipos y las caricaturizaciones.
Federico García Lorca redescubre el teatro español en su manifestación más popular y depurada. Popular en este caso carece de sentido convencional o peyorativo. Lorca devuelve autenticidad y carácter decidida e inequívocamente peninsular a un género por largo tiempo falseado y pseudo-representado.
El teatro lorquiano trae a escena el eterno dilema que intenta discernir, validar y presentar la identidad socio-cultural de España a través de una realidad cohesiva al tiempo que fragmentada en regionalismos, normas de conducta individuales y colectivas y atavismos que justifican su singularidad como entidad nacional con sello propio y su razón de ser en el mundo. Las producciones teatrales de Lorca son llagas abiertas al dolor, el estoicismo y la sensualidad del carácter español, si es que categorizaciones tan abstractas y subjetivas pueden definirse de esta manera.
No fortuitamente los personajes lorquianos de más vigor dramático y conflicto e impacto psicológico son mujeres. La mujer es para Lorca el elemento dinámico más determinante de la familia como unidad y núcleo de la sociedad española. Su tratamiento y desarrollo de los caracteres femeninos va más allá del mero retrato o esquematización . Cada escena va desnudando la complejidad de la personalidad expuesta, las luchas intestinas entre ego y deber; entre lo aprendido —lo inculcado desde la cuna— y lo deseado, y la interacción de estos conflictos —centrales o tangenciales— con el entorno social usualmente hipócrita, rústico, mediatizante y hostil.
La mujer lorquiana es un estudio —una disección—magistral para sociedades que, como la española y contra la creencia popular y la aseveración de sociólogos, psicólogos y otros especialistas, son intrínseca y predominantemente matriarcales aunque el macho sea figurativa y simbólicamente la cabeza del núcleo familiar y de la sociedad. El hombre de Lorca (hablando del macho —pasión y flagelo de Federico—) es un enjuto y recio animal —¿un toro?—de concentrada potencia física y sexual; callado, a veces seco, a veces penitente y terco, otras, permitiendo el vislumbre de una veta de sorpresiva y poética sensibilidad rayana en la más exquisita y visceral femineidad. Es el varón que vive para su hembra y por las hembras. defendiéndolas, y por mandato cultural, doblegándose ante ellas de manera inconsciente, tal como se doblega ante la noción urgida del honor machista.
Sin resolver el dilema, el teatro de García Lorca lleva implícita la posibilidad de la opción individual diferente ante los embates de la tradición, las convenciones sociales y el barbarismo. Los planteamientos a los que se enfrentan los personajes tienen resolución interna en todo su engranaje. El acondicionamiento social es, por tanto, el único obstáculo que no se convierte en pseudofobia de arquetípico perfil psico-sociológico, sino en aplastante realidad empírica. La sociedad, con sus instituciones represivas y arcaicas, su escala de valores ancestrales y extemporáneamente equívocos, su sentido casi ritual de lo bueno y lo malo, y la hipocresía de sus reglas morales y civiles es el mundo atormentado e inmutable donde se debaten las tramas lorquianas.
Del segundo acto de Bodas de sangre, las palabras de la Madre reafirman el carácter dramático, profético e irreversible de esta escena final donde lo tradicional y lo absurdamente aceptado sobre el concepto del honor, la lealtad y el nombre familiar llegan a su más álgido, lacerante y desgarrador paroxismo:
"... Al agua se tiran las honradas, las limpias; ¡ésa no! Pero ya es mujer de mi hijo. Dos bandos. (Entran todos). Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi hijo. (La gente se separa en dos grupos). Porque tiene gente; que son sus primos del mar y todos los que llegan de tierra adentro. ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado la hora de la sangre. Dos bandos. ¡Tú con el tuyo y yo con el mío! ¡Atrás! ¡Atrás!"
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