A la partida de Reinaldo Arenas
Lapso imperdonable de mi parte: Olvidé que el 7 de diciembre, además de conmemorarse la muerte del Titán de Bronce, Antonio Maceo (héroe de las guerras de independencia de Cuba contra España) y del bombardeo a Pearl Harbor, se cumplieron 19 años del suicido de Reinaldo Arenas. La publicación de este poema, escrito el día de la noticia de su muerte, persigue corregir este agravio.
No lo condenen
ni la fe
ni el índice:
escogió abdicar
con aquella otra muerte de rubia platinada
y cartas a la prensa:
astro —tú,
Reinaldo—
que en el último ocaso de su penúltimo horizonte
resplandeció de furias y luminosos desencantos
en el cielo
de una pesadilla soez.
No lo sentencien
porque hablara de la flor y del sexo
y de ambos
sorbiera
extractos mortales
si
en su atmósfera de nubes genitales
la flor
fue nicho y centro,
perfume y hálito:
resurrección y catarsis de los bajos vientres.
Cada generación
un suicidio:
designio vago de eras galantes;
evanescencias de helénico tedio:
hilanderas celestes
devanan la urdimbre;
parcas
sólo éso:
Penélopes astrales;
lírico reposo del hastío
transformado en musa y en sombra
del castigo lastimero del silencio:
suicidios
de alcohol
de impuesto olvido
de billetes sucios que revolotean;
suicidios
de revólveres que aclaran
por un instante
las densidades...
Suicidio de pacto y piedra
en la mercadería del verbo.
Suicidios, en fin, de asco:
de gula-amor-egoísmo-miedo
pero
hay suicidios
progresivos
que se entienden:
último exilio
del exilio de tu cuerpo.
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